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POR VELIA GOVAERE - ACTUALIZADO EL 11 DE DICIEMBRE DE 2016 A: 12:00 A.M.

 http://www.nacion.com/opinion/foros/alla-recetas-maniqueas_0_1602839753.html

Que esté enferma de ingobernabilidad no nos exime de defender la globalización 

La globalización es una conquista de la civilización humana. Que esté enferma de ingobernabilidad no nos exime de defenderla. Un mundo interconectado y articulado es el punto supremo de desarrollo de las fuerzas productivas. Se puede ideologizar, pero no es ideología. Sus redes conjugan la evolución progresiva de la productividad y la competitividad internacionales.

Estas fuerzas llegan siempre desbocadas. Dejadas a las manos ciegas del mercado son crueles y piden a gritos riendas domadoras que humanicen la impunidad de sus abandonos. Pero nada en la historia anterior nos enseña cómo hacerlo.

Ya una vez llegó el progreso teñido de sangre. La Revolución Industrial fue también bestia desatada. Su ferocidad se alimentaba en la ideología del laissez faire, laissez passer. Ese primer abandono de una política indiferente a los tormentos que causaba la industria naciente desató jornadas de 18 horas, salarios miserables, trabajo infantil y condiciones infrahumanas.
La solución a la infamia del primer maquinismo no fue destruir máquinas, como luditas, sino moderar la furia de sus impactos descontrolados. Nacieron organizaciones obreras y luchas sociales. Pero un remedio sostenible a aquellos males no estaba en la economía, sino en la política. Eso propusieron las mentes más brillantes de ese tiempo, desde Karl Marx hasta John Stuart Mill.

Justicia social. La clase obrera utilizó la política como instrumento de limitación de los abusos del “capital industrial”. La socialdemocracia fue su hija más legítima. Se gestó así la lucha por una democracia más amplia, que sepultó el primer absolutismo liberal y fundó el Estado social de derecho. La justicia social floreció en ese contexto de mayor gobernabilidad democrática.

Marx celebró la industrialización como inicio de la globalización: “Ya no reina aquel mercado local y nacional autosuficiente (…). Actualmente, la red del comercio es universal y están en ella todas las naciones, unidas por vínculos de interdependencia” (1848).

Entre bondades y daños, la globalización contemporánea se fue tejiendo con acciones contradictorias y desarrollos no siempre coherentes. Una fue la inserción de China y su inmensa mano de obra, con condiciones laborales deprimidas, que atrajo inversiones, iniciando una desindustrialización en Occidente.

Otra fue el abandono del patrón oro, con el surgimiento fiduciario de la moneda, que condicionó un crecimiento del comercio mucho mayor que la economía real, con la consiguiente hipertrofia del endeudamiento.

En manos de bancos centrales, el valor de la moneda se convirtió, también, en elemento de competencia fuera de la productividad. La desregulación financiera, iniciada por Reagan y culminada por Clinton, terminó de cocinar el pastel.

Los países compitieron por capitales ofreciendo ventajas fiscales, privándose así de medios para la inversión social sin endeudamiento público. Se crearon paraísos fiscales adonde las empresas llevan sus ganancias escapando de las responsabilidades sociales que la tributación impone.

Desenfreno. Hoy todas las instituciones del nuevo orden mundial son insuficientes. La globalización desenfrenada destruye puestos de trabajo, privatiza las ganancias, socializa las crisis, se aprovecha de paraísos fiscales y pone a competir los países no por productividad, sino por concesiones tributarias, abaratamiento de las condiciones de trabajo y disminución de costos ambientales y sociales. Nada que ver con fuerzas productivas.
Banco Mundial y FMI, creados para ordenar las finanzas del orbe, promueven, más bien, el desorden que cultiva desafectos globales. Incentivan a ofrecer, como mejor práctica, facilidades fiscales en detrimento de las inversiones sociales. Eso no contradice, sino más bien confirma la necesidad de construir una nueva institucionalidad de la gobernanza de la globalización.

El problema estriba en que el encauzamiento del primer capitalismo salvaje se dio en la esfera nacional, siendo el proletariado obrero su protagonista. Hoy, en cambio, la globalización escapa de la escala nacional y no conocemos el protagonista social para esa inmensa labor.

Recetas sobran y Ottón Solís nos dio una muestra (25/11/16). Entre nueve preceptos, menciona prohibir la apertura de monopolios públicos rentables. Eso es ideológicamente ciego en un país donde la apertura ha dado resultados espectaculares en beneficio de todos.

Ni esa “globalización” daña ni esa receta cura. Otras recetas son contradictorias: prohibir subsidios a Estados Unidos y Europa, pero permitiéndolos a nosotros, con criterios ininteligibles (¿externalidad de género?). Regular precios de medicamentos, en la escala nacional no tiene que ver con la globalización y, en la internacional, ¿cómo se come?

Enfrentar la contradicción. El problema no es la oposición entre buenas empresas nacionales, especialmente estatales, y malas multinacionales. De lo que se trata es de enfrentar la contradicción entre Estados nacionales y realidad económica supranacional.
La solución implica tanto políticas domésticas, que atiendan a “perdedores”, como acuerdos e instituciones internacionales, que aseguren tributación universal, regulen movimientos de capital y prohíban los dumpines monetarios, laborales, ambientales o fiscales. Contrario a lo que dice don Ottón, el mundo jamás ha llegado a regular materia más sensible y amplia que esa.

¿Quién le pone esos tremendos cascabeles al gato? Don Ottón dice que Costa Rica “está en buena posición para atender ese llamado”, como lo ha hecho con la regulación del comercio de armamentos. En el planeta donde yo vivo, Costa Rica no ha incidido en la venta siquiera de una bala menos.

Obama advierte contra los males de la globalización. Ser valiente es fácil cuando ya no puede hacer nada. El mundo con Trump carece de liderazgo para esa titánica tarea. Tal vez se necesiten los desastres de un retorno a nacionalismos perversos para persuadir a los países de trascender fronteras más allá de recetas maniqueas.

 

La autora es catedrática de la UNED.