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POR VELIA GOVAERE - 24 de abril 2018

 

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No sé desde hace cuánto, tal vez desde toda su historia, Nicaragua vive un parto interminable hacia su democracia. Pero algo debería haber sido aprendido ya: la fuerza de las armas solo trae nuevos tiranos.

 

Es difícil dilucidar el sentido histórico de los acontecimientos cuando estallan tan cerca. En estas jornadas de lucha, dolor y luto en Nicaragua, es fácil reconocer, sin embargo, que la infamia oscura prevalece justo antes de amanecer.

Hemos sido testigos de primera línea de brutales escenas de terror donde el heroísmo juvenil hace frente al despotismo criminal. Las nuevas tecnologías nos obligaron a mirar la represión como si estuviéramos en un aula ensangrentada y a sentir el último respiro de un periodista asesinado.

El 23 de julio de 1959 fue ametrallada una marcha pacífica de estudiantes universitarios en León. Más de 15.000 personas acompañaron a su última morada los féretros de cuatro estudiantes asesinados esa noche por la dictadura somocista. Somoza sería derrocado veinte años después. Pero, muchos ven, en la masacre de León, el principio del fin de aquella dictadura.

La espontaneidad de la protesta estudiantil es, al mismo tiempo, su fuerza y su debilidad

Nuevo tirano. Abril 2018, nuevas masacres. No sabemos cuánto más durará el nuevo tirano, pero su fin ya comenzó. Queda por saber cuánta sangre inocente cobrará. Nunca he visto un coro tan nutrido de voces que entienden que la reforma a las pensiones fue solamente un detonante de volcanes de agravios alimentados por la satrapía. Las marchas estudiantiles fueron su erupción descarnada. La represión violenta solo encendió más las llamas de la ira.

La agenda cambió. Ninguna vuelta atrás del decreto de reforma a las pensiones podrá colmar aspiraciones más amplias nacidas entre las balas. Nunca la Iglesia estuvo más cerca del sentimiento popular. “La Iglesia no solo les apoya —dijo monseñor Báez a los estudiantes—, sino que los instamos, los animamos a que no cesen en su protesta por una causa justa”.

Se trata ahora de “discutir la democratización del país”, dijo después monseñor Báez, prelado nacido en Masaya, pero educado y ordenado en Costa Rica. Se sienten en sus palabras los vientos democráticos que vivió aquí y el dolor del pueblo hermano nos hace renovar el agradecimiento de haber nacido de este lado del San Juan.

Pilares del poder. El poder de Ortega se erige sobre cuatro pilares.

El primero es institucional, con su control absoluto de todas las instituciones públicas, Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Ejército y Policía. El segundo es su sistema de alianzas y complicidades, en primer lugar, con la empresa privada, concentrada en intereses gremiales, a despecho de responsabilidades cívicas. Su tercer pilar es el control de los principales medios de comunicación de radio y televisión, que pertenecen a la familia presidencial.

Esos tres pilares no logran cerrar las grietas sociales que se abren con la ostentación de derroche frente a miseria. Viejo revolucionario convertido en dictador, Ortega vivió la caída de Somoza, a quien ahora imita, y sabe que su predecesor perdió el poder, no en las montañas, sino en las calles.

De ahí su consigna de jamás perder el control de los espacios públicos. Con ese objetivo organizó grupos paramilitares de choque. La más mínima manifestación ciudadana veía surgir instantáneos ataques de turbas protegidas por la Policía, impasible ante los impunes atropellos. Los ciudadanos desarmados eran golpeados y el terror silenciaba las protestas.

Era el cuarto pilar de su poder, convertido en práctica usual. Por eso, cuando el 18 de abril, se congregó un grupo de estudiantes y ancianos, las habituales turbas paramilitares atacaron a los manifestantes. Pero tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Ese día la gota rebosó el vaso. Los estudiantes resistieron varias horas sin dispersarse y las redes sociales multiplicaron esas imágenes de violencia y resistencia. A la persistencia de los estudiantes, se opuso más fuerza, esta vez literalmente bruta.

Sin miedo. En todo el país se replicaron las protestas. El miedo se perdió y ahí cayó el primer bastión. Por eso, el sentido político más profundo de las protestas lo resumió muy acertadamente Carlos Chamorro, al señalar que el régimen de Ortega perdió el monopolio del control de los espacios públicos.

¿Está tan lejos Ortega de quien él mismo había sido, que no pudo reconocer en ese instante la necesidad de un golpe de timón? Se sabe que el poder corrompe, menos conocido es que también entorpece. La arrogancia hace perder los reflejos más elementales de raciocinio. Cuando el tirano quiso pasar el aprieto llamando al diálogo, su ofuscación fue tal que no resistió la tentación de insultar a los estudiantes que lo habían obligado a dar marcha atrás. El poder también envilece. Al tiempo que Ortega llamaba a la paz, no tuvo empacho en ordenar todavía más violencia. La mayor cantidad de muertos y heridos ocurrió después de los llamados a la conciliación.

Eso terminó de sepultar la escasa credibilidad que pudo haber tenido en algunos sectores ingenuos. El poder, además, ciega. El régimen de Ortega ha perdido una mirada objetiva de la realidad. No es capaz de reconocer su propia agonía y esa ceguera le quita la flexibilidad necesaria para salvar al régimen de un final catastrófico. Se pospone así el inicio real de una fase pacífica de transición a la democracia. No sé desde hace cuánto, tal vez desde toda su historia, Nicaragua vive un parto interminable hacia su democracia. Pero algo debería haber sido aprendido ya: la fuerza de las armas solo trae nuevos tiranos.

Viene inevitable alguna forma de diálogo y negociación. Buitres y palomas compiten por capitalizar la autenticidad de este movimiento. La espontaneidad de la protesta estudiantil es, al mismo tiempo, su fuerza y su debilidad. No posee un liderazgo claro que le represente con legitimidad en el diálogo, ni le ofrezca brújula a su claro sentido de propósito democrático y libertario.

Las bases institucionales, el sistema de comunicación y las alianzas del régimen siguen básicamente intactas. Pero una grieta se abrió en el valiente corazón de ese sufrido pueblo y los tiranos tiemblan cuando los pueblos pierden el miedo.

 La autora es catedrática de la UNED.